Esa tarde, mi abuelo se reclinaba en uno de los dinteles de la puerta de macana y miraba el reloj de sol de la barranca de la esplanada que servía de umbral de la humilde casa que nos cobijaba.Yo no podía creer seriamente que ese señor de barba luenga larga y blanca con el pelo blanco hubiera podido haber sacado, el día anterior, el diablo de entre las piedras que formaban dos hileras de escalas de acceso a la casa.Incrédulo me acerqué , me agaché y pude ver pedazos de alas pequeñas entre los intersticios de las piedras y la tierra desnuda húmeda.Yo tenía fe a los seís años, y no le temía tanto al diablo sino a aquellos fragmentos negros, brillantes, metalicos de formas puntiagudas y redondas que no se parecían a nada, excepto a un demonio asqueroso que nunca pude ver en persona.
miércoles, 2 de agosto de 2017
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